Mario Eduardo Aguilera
Ha suscitado un gran interés social la Ley 4400, que, de ser aprobada, impondría la lectura e instrucción de La Biblia dentro del sistema educativo dominicano, es decir, en las escuelas públicas y colegios privados del país. A raíz de ello, muchos se han levantado a favor y en contra de la pieza legislativa y de su contenido y prescripción.
La voz que más ha resonado en contra del referido cuerpo normativo ha sido la de la diputada por el Partido Revolucionario Moderno (PRM), Faride Raful. La diputada ha expresado la inconstitucionalidad de la Ley al permitir una injerencia estatal en una esfera que la Constitución ha dejado para el plano intimo y personal de cada dominicano: elegir y vivir de acuerdo a su creencia y culto de su elección.
Este derecho, fundamental por demás, se encuentra consagrado en la norma del artículo 45 de la Constitución, que establece: El Estado garantiza la libertad de conciencia y de cultos con sujeción al orden público y respeto a las buenas costumbres. Al efecto, el Estado dominicano garantizará la libertad de conciencia y de culto, de tal forma, que todos los dominicanos tendremos la garantía de la no injerencia o imposición estatal sobre las creencias que adoptemos de forma individual y colectiva.
Eduardo Jorge Prats, constitucionalista más que consagrado, ha expresado sobre el derecho a la libertad de conciencia: La libertad de conciencia es la libertad de pensamiento, es decir, el derecho de toda persona a mantener con libertad sus propias ideas y convicciones. En este sentido, la libertad de conciencia es el reducto más íntimo del individuo y, por lo tanto, es ilimitada”.
Igualmente, sobre la libertad religiosa, el catedrático reproduce la norma del artículo 12 inciso 1 de la Convención Americana de Derecho Humanos: Este derecho implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado.
Este derecho es intrínseco de todo ser humano, se posiciona en su esfera más privada y profunda. Las convicciones y religión son una parte ontológica de la persona, es decir, pertenece a su “ser” y, también, al “hacer”, en tanto cuanto forma y forja su sentido de sí mismo y del mundo, cuestión que manifiesta en cada acción exterior de su vida. De tal suerte, el Estado debe procurar no inmiscuirse en esa esfera de intimidad, lo contrario sería una imposición irracional y arbitraria.
La pretensión de la lectura e instrucción bíblica implica, indiscutiblemente, una prescripción normativa superior, basada en la superioridad moral, al menos, que afectara, necesariamente, el verdadero sentido de libertad de conciencia y de culto. Cuestión inadmisible en el contexto de un Estado Social Democrático y de Derecho, en el cual los derechos fundamentales, son fundamentales por su carácter de indisponibles, es decir, el Estado no puede disponer de ellos para limitarlos irracional y desproporcionadamente. Aseverar lo contrario es inconstitucional.
Toda la interpretación de los derechos humanos debe obedecer un principio clave de favorabilidad hacia el ser humano, de tal forma, el Estado no deberá limitarlos ni hacer interpretaciones que restringa innecesariamente su contenido, al efecto, se deberá garantizar siempre la mayor amplitud en el ejercicio de derechos y la mínima intervención estatal sobre ellos. Esto es democracia.
Al igual que Fardie, soy católico en busca siempre de lograr alcanzar los ideales de Cristo, pero, entiendo que ello, para la salvaguarda del desarrollo social se debe respectar al pluralismo y a la complejidad de los fenómenos sociales. Garantizar la libre elección de conciencia y de culto lleva consigo proteger a cada ser humano, sea Católico, Evangélico, Testigo de Jehová, Judaísmo, Judíos, Budistas, etc., de continuar sin intervenciones el ejercicio de su elección, en tanto “ser” y “hacer”.
Abogado Asociado en Estrella & Tupete, Abogados