Por Grisbel Medina
Anny Montero tenía 32 años y un hijo de siete. Llevaba diez años trabajando para la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett), asignada en la sede de la Embajada de los Estados Unidos en el país.
Su cuerpo apareció inerte, impactada por un tiro en un lugar híper vigilado, donde el acceso es controlado y los pasos a dar también. Según las declaraciones de su hermano, Anny era acosada por un supervisor que aún no ha sido identificado. Y, peor, dos días después de difundirse el suicidio, el vocero de la Policía Nacional, declaró que ¨no sabía¨ quién era el supervisor de Anny. Un cuento para ocultar identidad, para cubrirse entre ellos.
Cuántos y cuáles demonios atribularon a una madre joven, interesada en capacitarse (se había graduado de psicología clínica) hasta arrastrarla al suicidio. Muchos por qué quedan en nebulosa y acrecientan la impotencia de una familia donde Anny era la única hija entre siete hermanos.
La promesa de investigación de la Policía Nacional no debe caer en el limbo como se acostumbra por estos patios del Caribe. Estamos cansados de comisiones de investigación que no indagan nada. Anny Montero es un nombre, penosamente ahora en una lápida. Por los indicios y sospechas de sus familiares, ella representa un caso de abuso, acorralamiento, agresión sexual y laboral entre muchos que suceden todos los días en las diversas categorías de la uniformada. Solo hay que conversar por lo bajo con las oficiales, las cadetes, las mujeres en la PN, la Fuerza Aérea, las de Amet, las de la Marina, para conocer la dimensión de los ataques.
Detrás de uniformes planchaditos se esconden abusos colosales de altos mandos en contra de subalternos. Y en esa lista las mujeres son perdedoras por excelencia.
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